Y tú, sigue que te sigue. Eres tan ilusa, tan idealista, tanto, que ni se te ocurre pensar que no le importas a nadie, que nada que tú puedas decir o hacer es relevante. Y sigues fiel, una y otra vez, soportando y aguantando y acatando cada uno de los desaires y desprecios y ninguneos recibidos por esta parte y aquélla y la de más allá. ¡Idiota!
Sabes todo lo necesario; conoces, te conoces, mejor que nadie; reconoces a los demás por oposición, por contraste, y no sueles equivocarte. Y, ¿entonces, a qué juegas? He ahí la cuestión: te gusta jugar y no te planteas que... te puedes quemar. Pero llega, siempre llega, por más que te empeñes: te quemas sin remedio. Y, luego, las quemaduras tardan tanto en curar, porque pareces diabética, o acaso lo seas. Ninguna herida te ha llegado a endurecer, por el momento. Es por lo que continúas jugando con fuego, con el fuego, con tu fuego.
Le faltó a la Iliada una sonrisa de Aquiles.
El único nombre que había olvidado era precisamente el suyo.